MARCADOS
El cielo de las últimas horas de octubre se volvió rojo como sangre recién esparcida, y las sirenas lejanas temblaban en el viento. Solo el perro del sereno parecía entender la magnitud de lo que sucedía en la escuela de educación técnica secundaria. Era de noche, pero no la noche de siempre: un aire cargado de humo y ceniza lo envolvía todo, y cada ladrido del animal parecía resonar en un mundo que ya no existía. Los muros temblaban con golpes secos, como si uñas imaginarias intentaran desgarrar el cemento desde afuera, buscando entrar.
Afuera, los que habían quedado atrás se movían en elipses; sombras sin nombre ni forma completa. No eran hombres ni mujeres, sino muertos en vida, marcados por un fuego que no quemaba la piel, sino algo más profundo. Algunos tenían bocas cosidas, otros levantaban brazos que no les pertenecían, y en sus ojos chispeaban brasas bajo una lluvia negra.
Se amontonaban contra las rejas de la escuela, como si esperaran algo que jamás llegaría, y su espera era un llanto que retumbaba en los cimientos. Entre ellos aún podían distinguirse mochilas rotas, guardapolvos garabateados con insultos, risas congeladas en rictus que recordaban los recreos donde los más débiles eran empujados contra los muros. Ahora la burla volvía multiplicada en frémitos de hierro y polvo.
Las máquinas dormían, inmóviles como un cenotafio, pero a veces vibraban solas, escuchando un canto imposible que provenía del patio: rezos torcidos, aullidos, un idioma que dolía antes de pronunciarse. Era el mismo lugar donde, de día, se gruñían competencias crueles, más destinadas a humillar que a aprender un oficio. La rivalidad había sido un odio perpetuo, y en esas vibraciones parecía revivir la furia de los talleres industriales, como si la escuela hubiera absorbido cada desafío, cada golpe y cada mirada cargada de odio.
El sereno cayó de rodillas, el peso invisible le comprimía el pecho como si cientos de manos invisibles lo aplastaran contra el suelo, y supo que esa noche no habría Dios que lo protegiera. El firmamento se deshizo en cenizas y lenguas rojas que llovían sobre la ciudad y los límites de la secundaria, haciendo crujir la estructura y estallar los ventanales sin que soplara una sola brisa. Cada estallido parecía un lamento arrancado de un cuerpo traumado. Entre los aullidos, creyó escuchar las carcajadas de quienes nunca obedecieron, los mismos que habían convertido las aulas en celdas de tormento contra maestros y compañeros.
Ahora esas risas no eran humanas: se mezclaban con gritos de plata oxidada, con golpes de uñas contra pizarras invisibles, con un coro de burlas que rasgaba los huesos. Aquellas conductas que en vida parecían simples rebeldías regresaban deformadas, convertidas en súplicas que rompían no solo el aire, sino la cordura misma, como si la escuela hubiera decidido cobrar, en una sola noche perpetua, todas las deudas de dolor acumuladas durante años.
Entonces algo se deslizó adentro. Espectros que avanzaban arrastrando consigo sonidos rotos de cadenas, un salmo que nadie podría recordar ni repetir. Sus cuerpos eran sombras y carne, ojos encendidos, bocas selladas. El perro retrocedió hasta la última aula, olfateando un aire caliente y corrosivo, a arsénico. Allí estaba el sereno, o lo que quedaba de él: su rostro apenas reconocible, una máscara rota sin atisbo de humanidad. Intentó pronunciar algo, pero su voz se perdió entre el canto roto de las sombras.
La campana sonó una última vez. El perro, con el pelo erizado y el corazón golpeando contra las costillas, comprendió que ya no quedaba refugio en la tierra condenada. La escuela, que alguna vez fue una casa de estudios, ahora era una tumba abierta bajo un cielo mezclado de brasas y ceniza.


